El agua es un elemento fundamental para la vida, pero también para todas las actividades humanas que sustentan la economía. El Antropoceno, “la época de los humanos”, nos obliga a pensar quiénes somos y cómo queremos vivir en y con la Tierra, por lo que desafía la solidez de nuestro arreglo democrático. Las democracias representativas y el voto por sí solo ya no sirven para sostener los lazos que nos unen en un pacto social. Es imperativo crear nuevos espacios, reflexivos, deliberativos, amplios y diversos, para establecer nuevos compromisos colectivos y definiciones respecto a nuestra responsabilidad con el planeta y con nuestro país en particular. En ese contexto, el agua debe ser tratada de forma especial en la nueva Constitución para Chile.
El modelo actual de gestión del agua en Chile tiene un fuerte sesgo economicista y está centrado en criterios de asignación de derechos de aprovechamiento de agua desde el Estado a privados, que pueden ser transados en el mercado como un bien cualquiera (vivienda, vehículo, etc.). Estos derechos otorgados por el Estado están amparados por las garantías constitucionales referidas al derecho de propiedad. En el artículo 24 de la Constitución Política de Chile se declara que: “Los derechos de los particulares sobre las aguas, reconocidos o constituidos en conformidad a la ley, otorgarán a sus titulares la propiedad sobre ellos”, por lo que el uso y goce del agua se transforma en un derecho real.
Además, el Código de Aguas separa la propiedad de esta del dominio de la tierra, permitiendo la libre compra y venta, sin proteger a las comunidades del despojo de las aguas en sus territorios. El poseedor de estos derechos no paga costos por su mantenimiento, tenencia o uso y no se le exige protección del cauce ni compensaciones por la potencial generación de efectos negativos sobre la cantidad y calidad del agua, que podría afectar a otros usuarios aguas abajo del punto de captación del derecho de aprovechamiento.
En la reforma al Código de Aguas de 2006 se estableció un pago por “no uso” de los derechos de agua, que pretendía desincentivar la acumulación ociosa de derechos concedidos, pero 15 años después de la puesta en marcha de esta reforma se generó un efecto multiplicador de “proyectos” sobre la base de recursos hídricos, que permiten vulnerar el espíritu de la ley y librarse del pago, generando además una aceleración en las transacciones en el mercado del agua.
En muchos casos, particularmente en las zonas centro y norte del país, este pago por no uso es inferior al valor de mercado del derecho de agua, por lo que muchas iniciativas privadas prefieren pagar para mantener el derecho de agua y de esta forma continuar con la especulación financiera.
Este modelo es avalado por una institucionalidad estatal dispersa que dificulta una gestión integrada del agua y una adecuada fiscalización frente a conflictos entre actores privados por el acceso al recurso, la contaminación del mismo por descargas de residuos, la sobreexplotación y la concentración de la propiedad, entre otros problemas generados en las últimas cuatro décadas.
Existen al menos dos paradigmas alternativos para gestionar el agua en el contexto de nuestro nuevo pacto social, que deben ser acompañados de un ordenamiento jurídico acorde a la nueva realidad que vive Chile en el marco del Cambio Global. Un primer enfoque está basado en derechos humanos (antropocéntrico) y un segundo en los derechos bioculturales (biocéntrico o ecocéntrico).
A lo largo de las últimas décadas, la Organización de Naciones Unidas (ONU) ha enfatizado la importancia de reconocer la interdependencia existente entre los modelos de desarrollo implementados por los estados miembros y los derechos humanos de sus habitantes. Los principios de los derechos humanos que se integran en esta mirada transversal del desarrollo son: i) universalidad, indivisibilidad, interdependencia e inalienabilidad; ii) igualdad y no discriminación; iii) participación; y iv) transparencia y responsabilidad.
Desde la concepción del enfoque basado en derechos humanos, el desarrollo debe orientarse a la transformación de las relaciones de poder existentes, así como de las prácticas que se encuentran en el origen de la desigualdad y la discriminación. Con este enfoque se busca fortalecer las capacidades de cada actor social, distinguiendo entre titulares de derechos (todos los seres humanos), titulares de responsabilidades (diversas formas de organizaciones sociales) y titulares de obligaciones (instituciones del Estado y comunidad internacional).
En relación con este enfoque y el agua, en el año 2002 el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU aprobó la Observación General N°15 sobre el Derecho al Agua, donde se define como el derecho de todos “a disponer de agua suficiente, salubre, aceptable, accesible y asequible para el uso personal y doméstico”. El carácter fundamental del derecho al agua lo define como un condicionante para el ejercicio de otros derechos, como el derecho a la salud, vivienda, educación, alimentación, sustento, a la participación y a la libre determinación.
Se han reconocido una serie de criterios internacionales para poder evaluar y garantizar el acceso al agua: i) disponibilidad, que define que el abastecimiento de agua debe ser continuo y suficiente para los usos personales y domésticos, entendiendo suficiencia como un volumen entre 50 y 100 litros por persona al día, para cubrir la mayoría de las necesidades básicas y evitar la mayor parte de los problemas de salud; ii) calidad, referido a que el agua necesaria para cada uso personal o doméstico debe ser salubre; y iii) accesibilidad, que señala que el agua y las instalaciones y servicios de agua deben ser viables para todos, sin discriminación alguna, dentro de la jurisdicción del Estado. La accesibilidad a su vez presenta cuatro dimensiones superpuestas: accesibilidad física y económica, no discriminación y acceso a la información.
Por lo tanto, el enfoque basado en derechos humanos tiene un marco conceptual claro, amparado en acuerdos internacionales, respaldado por la ONU, donde Chile es un Estado miembro y ha ratificado todas las declaraciones y pactos que lo albergan. Es decir, el Estado de Chile debe asumir este enfoque como un piso mínimo y esto es importante de entender y adscribir en este momento constituyente.
Un avance sistémico e integrador de este marco conceptual de derechos humanos es el enfoque ecocéntrico o biocéntrico, cuyo marco conceptual se basa en la ética ambiental y la ecología de ecosistemas, y considera al ser humano como parte de los ecosistemas, que depende del buen estado de ellos para poder vivir como individuo, población, sociedad y especie. En este contexto, el reconocimiento de los derechos bioculturales es una teoría jurídica conceptualizada por autores indosudafricanos y aplicada en al menos 4 países (Colombia, Ecuador, India y Nueva Zelanda). En esta noción, dentro de los derechos que tienen las comunidades, se incluyen los bienes naturales y la cultura, al entender la conexión inseparable entre biodiversidad y diversidad cultural.
Un ejemplo muy ilustrativo del paradigma biocéntrico lo constituyen los cuerpos de agua en los territorios, como ríos, lagos y humedales, que bajo este enfoque no son vistos como recursos al servicio del ser humano, sino que son componentes fundamentales de un ecosistema, como por ejemplo, una cuenca hidrográfica. No tiene enfoque antropocéntrico, según el cual “cuidamos los recursos naturales”, porque si no hay “recursos naturales” nosotros dejamos de existir. Tienen derecho a ser protegidos porque forman parte de un ecosistema donde todos sus componentes son importantes para la vida misma. Es la parte “bio” de lo “biocultural”. Lo “cultural” es entender la relación recíproca donde el río influye en el desarrollo de las personas y el territorio, por ejemplo, a través del manejo de bosques, agroecosistemas y humedales que conforman la cuenca hidrogáfica, donde la cultura es central para el desarrollo humano en ese entorno.
En este sentido, el río es un elemento fundamental y unificador en la vida de las personas, porque la comunidad que vive en los ecosistemas depende totalmente de él y su flujo de materia y energía. Del río depende el suministro de agua y alimentos, las actividades domésticas, los medios recreativos y de esparcimiento, el transporte, la belleza paisajística, las prácticas de relacionamiento e intercambio entre comunidades, su autorreconocimiento, su territorio y cultura. Es además conductor de relaciones, relatos y memorias de pueblos originarios, colonos y mestizos.
Ahí radica el profundo significado de los derechos bioculturales, que ubican en su centro de protección a las comunidades que mantienen esquemas de vida ligados a su relación con el territorio. De esta forma, si el medio natural se degrada, se destruye o se contamina, impactará de manera contundente la forma de vivir, las prácticas culturales, las redes de relaciones sociales y los significados espirituales de las comunidades que dependen de él.
Aplicar este nuevo enfoque es un proceso que puede tomar varias décadas, pero debe existir una idea del futuro deseado, abordando cuestiones clave, como la eliminación de actividades nocivas, la restauración de zonas ribereñas, prácticas agrícolas y ganaderas basadas en criterios ecológicos y la buena accesibilidad y libre acceso al río. Es necesario una buena planificación para la implementación de la gestión local de la cuenca, reconociendo a la comunidad local y su visión de desarrollo sobre el territorio, que puede ser diferente a la del gobierno municipal, regional y/o intereses privados.
En síntesis, este paradigma biocéntrico puede integrar el enfoque basado en derechos humanos en la gestión local de las cuencas, valorando los ríos y priorizando a los habitantes en los territorios. Los derechos bioculturales implican expandir la figura del derecho a todas las especies y en múltiples tiempos y escalas espaciales. Ya no se trata solo de reconocer que algunos animales no-humanos tienen capacidades sintientes, identitarias y cognitivas, sino más profundamente que nuestra vida depende de la red de relaciones que establecemos con todas las entidades que habitan la Tierra.
En consecuencia, en la nueva Constitución es esencial considerar al agua como un bien común y, por tanto, bien nacional de uso público, integrado a las cuencas hidrográficas que la originan. Desde la teoría jurídica, en su calidad de bienes nacionales de uso público, las aguas terrestres deben gozar de un estatus especial determinado por su dominicalización, demanialidad o publificación y se encuentran fuera del comercio humano. Debe tener un carácter estratégico por ser fundamental para la vida y la economía, y debe ser inapropiable por particulares. Es decir, el agua pertenece a todos(as) los(as) habitantes del país y debe utilizarse de acuerdo a la posibilidad de uso y los requerimientos de cada territorio. Con esta determinación aseguramos la “despropietarización” de los derechos de aprovechamiento de aguas y su integración con el suelo en los distintos territorios.
Luego, esta definición constitucional debe ser acompañada de una Ley de Aguas clara y robusta, que permita hacer una gestión adecuada del vital elemento.
Lo primero es establecer una prelación o priorización de usos del agua, donde se debe asegurar esta para el funcionamiento de los ecosistemas (caudal ecológico), para uso humano (consumo y agricultura de subsistencia) y luego destinar el excedente a usos productivos (agricultura, minería, forestal, industria, etc.) orientados a mercados nacionales e internacionales.
En segundo lugar, se debe desarrollar un sistema de monitoreo hidrológico que permita conocer con claridad cuánta agua superficial y subterránea tenemos y dónde está ubicada, de manera de tener un balance claro entre agua disponible y demanda para los distintos usos señalados.
En tercer lugar, se debe elaborar un modelo de otorgamiento de concesiones de derechos de uso de agua, que debe considerar al menos que el agua sea entregada en porcentaje de caudal según estaciones del año, con limitación en su vigencia, y sujetos a una serie de condiciones que garanticen su buen uso. Debe existir además una fiscalización estatal férrea e inflexible, para evitar el mal uso por parte de aquellos que tengan concesiones de uso de agua.
Finalmente, cualquier toma de decisión relativa al uso del agua en un territorio debe estar sujeta a la aprobación por parte de los habitantes de ese territorio, de manera que se deben instaurar estrategias de gobernanza a nivel de cuencas y mecanismos de participación efectiva, basados en la mejor información disponible y de carácter vinculante. Existe vasta experiencia internacional y muchos aprendizajes, con figuras jurídicas diversas, de carácter territorial, tales como los Consejos o Comités de Cuencas Hidrográficas en Latinoamérica (Brasil, Ecuador, México, entre otros) o diferentes formas de Autoridad del Agua que adoptan los países de la Unión Europea, utilizando la Directiva Marco del Agua del año 2000, y Australia a través del Water Act desde 2007.
Es importante reflexionar y considerar estos nuevos enfoques en el momento constituyente que vive nuestro país, ya que sería posible recuperar el control territorial del agua, desarrollar una gestión local con enfoque de cuencas, basada en la participación y toma de decisión de los habitantes, salvaguardando el bien común más preciado para el desarrollo del país: el agua.
Por Cristián Frêne
Publicada en El Mostrador