Por Antonio Rubio Ferrada: Director de Proyectos de la Fundación Casa de la Paz (CDP). Es licenciado en Sociología de la Universidad de Chile y profesor del diplomado de Gestión de Relaciones Comunitarias de la Universidad Central.
En el análisis de su programa de gobierno se aprecia claramente que los énfasis están puestos en una revisión de la institucionalidad ambiental.
Llega al poder la Nueva Mayoría y mucho se ha especulado respecto a los desafíos que deberá enfrentar Michelle Bachelet durante los próximos cuatro años en materia socioambiental. En el análisis de su programa de gobierno se aprecia claramente que los énfasis están puestos en una revisión de la institucionalidad ambiental, la que habiendo sido modificada durante su anterior mandato, hoy pareciera, una vez más, ser foco de los futuros cambios por hacer. Así, se hace evidente, con absoluta solidez, que los cambios realizados en 2009 quedaron rápidamente obsoletos debido al giro que ha tomado en estos cinco años la sociedad chilena.
En segundo término es el problema energético, que se asoma como un tema de gran relevancia y que requiere de una resolución rápida, más aún cuando se vive uno de los años más secos de los atravesados por nuestro país desde el siglo pasado, y también por el hecho de ser un asunto que no pudo ser oportunamente gestionado, pese a ser parte de los eslóganes de la campaña presidencial de Piñera, para quien terminó siendo una piedra en el zapato difícil de remover.
Las áreas protegidas y la biodiversidad son la tercera dimensión de los desafíos que esta coalición deberá abordar, pues continúa esperando una decisión desde hace 22 años, que fue cuando Chile adhirió a la propuesta de la ONU y su convenio sobre Biodiversidad. Este fue firmado por 150 países en la Cumbre de Río en 1992, y apuntaba, principalmente, a la conservación de la diversidad biológica, a la utilización sostenible de sus componentes y a la participación justa y equitativa de sus beneficios. Lamentablemente, desde esa época no ha existido voluntad política para avanzar y generar un ordenamiento que posibilite la gestión de dichas áreas, con recursos suficientes o infraestructura y orgánica ad hoc.
Por otra parte, también tenemos el ordenamiento territorial, sindicado por mucho tiempo como uno de los grandes factores que gatillan conflictos socioambientales, debido a que no existe una clara ni única visión sobre las actividades que se pueden o no realizar en determinados territorios. Esto, a su vez, se relaciona con la manera en que quienes habitan ciertos espacios son capaces de definir la compatibilidad de usos que allí podrían convivir. Por ejemplo, ¿cómo se puede explicar la existencia de grandes zonas de preservación de la biodiversidad, conviviendo con inmensos proyectos de inversión eléctrica o minera?
De manera transversal a los cuatro desafíos señalados, la participación ciudadana también debe ser un principio rector que oriente cualquier tipo de discusión sobre las dimensiones señaladas.
Según este punto, la revisión de nuestra institucionalidad ambiental debe, necesariamente, ser discutida, analizada, y generar propuestas de reforma que hayan pasado por el escrutinio ciudadano de quienes se sienten pasados a llevar por nuestra normativa. En base a esta revisión, será posible identificar, los problemas que presentan los proyectos y definir en conjunto mecanismos que constituyan una mejora real, coincidente con las expectativas ciudadanas que cada vez son mayores –y siguen aumentando a medida que la población tiene mejor acceso a la información–. Si ello no ocurre así, se profundizará el diagnóstico que actualmente pesa sobre la normativa chilena: descrédito, desconfianza y sensación de impotencia ante procesos que no recogen el sentir de la ciudadanía, pues ella no participa sino hasta etapas finales de la evaluación de proyectos de inversión.
En cuanto a la problemática energética, es crucial generar un proceso de reflexión nacional respecto a cómo relevar la importancia de la energía para el mantenimiento del estilo de vida que como sociedad llevamos, qué tipos de fuentes queremos que se prioricen en nuestra matriz y cuáles son los costos. Pero no hablemos sólo de los costos económicos, porque existen otro tipo de decisiones que también podrían afectar a la ciudadanía y a los diversos ecosistemas. Porque sea como sea, todos queremos enchufar nuestro televisor u otros equipos electrónicos y disfrutar de lo que la tecnología tiene para nosotros. Sin embargo, nadie quiere carbón, ni grandes hidroeléctricas, ni menos energía nuclear, entonces el desafío es preguntarse cómo la sociedad dará respuesta y una propuesta socialmente construida respecto a cómo sustentar el consumo eléctrico y qué costos debemos asumir para ello.
En cuanto al ordenamiento territorial, la participación ciudadana es clave, puesto que muchos de los conflictos socioambientales emblemáticos tienen su origen en la falta de comunicación entre las partes, como que los habitantes de los territorios no fueron consultados ni tuvieron la más mínima injerencia en incidir qué proyecto podía instalarse en tal o cual territorio. El asunto acá no es, como habitualmente se piensa, qué tipo de industria permite o no el plano regulador (eso está definido legalmente), sino que de qué manera usted, como habitante, puede tener incidencia en el destino o vocación de un territorio determinado, es decir, ¿cómo quiere vivir sus próximos años: al lado de una termoeléctrica, de una mina de hierro o de parcelas de agrado?
Lo anterior supone que, entonces, habrá algunas zonas más perjudicadas que otras. El tema crucial allí es que la sociedad se manifieste e incida, y que no se reproduzca la sensación de injusticia e inequidad territorial que acorrala a poblaciones vulnerables con mega industrias que sólo generan externalidades negativas y ningún tipo de beneficio.
Finalmente, se debe entender la participación ciudadana como un proceso social que no sólo debe ser limitado a la mera lógica de un asunto formal, circunscrito única y exclusivamente a los 60 días hábiles que tiene la ciudadanía para conocer, entender y opinar sobre un proyecto de inversión. Esto, a mi juicio, posee una mirada reduccionista que termina por operativizar un principio que, como señalé anteriormente, debe estar a la base de cualquier ejercicio relacionado con la toma de decisiones, más aún si estas se desarrollan en una sociedad democrática y con ciudadanos cada vez más conscientes de sus derechos.
Esa mirada reduccionista nos ha llevado a pensar que la judicialización de grandes proyectos es un hecho negativo, donde se hace necesario combatir y gestionar de manera urgente los conflictos socioambientales, para así después destrabar otros proyectos particulares. En ocasiones, estos ocurren bajo circunstancias que carecen de procesos de diálogo y participación efectiva, la cual debiera, en lo ideal, ser garantizada por el Estado de Chile. Nos falta un espacio donde todos los intereses, expectativas y visiones de desarrollo se pongan arriba de la mesa para discutir, debatir y analizar la viabilidad socioambiental de un proyecto de inversión. Aun hoy, las comunidades son las últimas en poder incidir en el futuro de sus propios territorios.
Entonces, el llamado es a no demonizar un proceso que, legítimamente, es garantizado por nuestro estado de derecho –se otorga cuando no existen acuerdos consensuados–, y a generar espacios de diálogo y participación que vayan más allá (en cuanto a calidad, tiempo y profundidad) de los procesos consagrados en nuestra normativa ambiental. Para ello será necesario modificar nuevamente la Ley 19.300, abarcando incluso las etapas iniciales del desarrollo de una idea de proyecto y donde, efectivamente, se considere la visión e intereses de las comunidades. De este modo podremos generar proyectos que sean sustentables y compatibles con las visiones de desarrollo de los territorios y las personas que integran sus comunidades. A nuestro juicio, este es el principal desafío que tiene Michelle Bachelet; los demás sólo vienen de la mano.