Sugerido hace un par de semanas, confirmado en las siguientes y con repercusiones en la actual, la decisión del Ejecutivo de dilatar el avance legislativo de la reforma al Código de Aguas hasta pasadas las elecciones puede ser síntoma de la intención de este gobierno de claudicar en sus postulados ante el riesgo de ceder, una vez más, el poder a la derecha. Más que una segunda parte, lo que acecha a Michelle Bachelet es una reedición de terror: ella entregando nuevamente la banda presidencial a Sebastián Piñera.
Y así, con el fin de dejar contento a un sector del gran empresariado agrícola y a una oposición que ha anunciado, con la amplificación que le da El Mercurio, el infierno en la tierra si se aprueba la reforma, el ministro de Agricultura Carlos Furche comunica que el proyecto, radicado en su segundo trámite constitucional en la Comisión de Agricultura del Senado, no será visto hasta después del 19 de noviembre. Ya lo sabemos, aunque es el Congreso el que aprueba las leyes, el Ejecutivo en su rol de colegislador tiene un gran poder para incidir sobre ellas. Entre sus atribuciones, las de decidir cómo y cuánto avanza determinada iniciativa legal.
El guiño al empresariado agrícola (y minero y energético) es posible que no sea más que un saludo a la bandera. Total, sabido es por todos que el Chile profundo, ese de huasos, rodeos y corraleos, en su mayoría no es muy dado a votar por un autodefinido conglomerado de centroizquierda. En el análisis debe estar presente, de seguro, evitar que se sigan organizando las apocalípticas reuniones que impulsa la Sociedad Nacional de Agricultura para demonizar los cambios a la institucionalidad hídrica y que luego aparecen tan bien retratadas en sus medios afines.
Desde sus detractores neoliberales acusan la reforma al Código de Aguas de ser profundamente ideológica. Y por cierto que lo es. Lo es señalar que el agua debe contar con una priorización que permita en primer lugar el consumo humano, la supervivencia de los ecosistemas y de actividades productivas de subsistencia como es la del campesinado. Lo es garantizar los derechos ancestrales de las comunidades indígenas cuyos poco más de cinco siglos de inicio del despojo estuvimos recordando hace unos días. Lo es asumir que el agua, esencial para la vida, no puede ser sujeto de apropiación, especulación o transacción, por sobre el bien común.
Eso es ideología pura y está bien que lo sea, porque con visiones de sociedad –relato le llaman también- se construye el futuro. ¿O alguien cree que la mercantilización de los bienes comunes es solo una respuesta técnica a la realidad, sin ideario que la sustente? La despolitización, sumada a la ignorancia de los procesos históricos, nos ha llevado a escuchar tal majadería.
Por eso el anuncio de Furche, que ha hecho sonar las alarmas de un sector de los legisladores oficialistas, es mucho más que el simple retraso de un proyecto. Es una renuncia en pos de mantenerse el poder. No es que la reforma sea la mejor que uno esperaría (para eso hay que cambiar la Constitución y, de paso, el sentido común asociado al agua), pero sí un buen paso en esa dirección.
Habrá que esperar las explicaciones que el secretario de Estado dé este miércoles ante la Comisión de Recursos Hídricos de la Cámara de Diputados, instancia que lideró la discusión durante el primer trámite constitucional. Una en la cual será necesario profundizar en las definiciones del legado que quiere dejar este gobierno, ya que el riesgo de que a solo cinco meses del fin de esta administración -con receso veraniego mediante- este retraso derive en una no aprobación, es mayúsculo. Y ya sabemos –porque así lo ha expresado el candidato- lo que ocurriría a nivel legislativo, y en muchos otros planos, si llega la retroexcavadora de Sebastián Piñera.
Publicada en El Divisadero