Cuando se inicia el verano, los pehuenches del Alto Biobío ascienden a sus rucas de la cordillera para buscar los mejores pastos para sus animales y los piñones de las araucarias. En un idílico entorno, sin electricidad ni alcantarillado, y lejos del apoyo estatal, la gente del pehuén lucha por sobrevivir sin perder la esencia de su cultura, fuertemente enraizada en la naturaleza.
Wenuche venía todas las mañanas a saludar. Abría la carpa con una gran sonrisa e invitaba a salir para compartir con los demás. Con seis años, es uno de los nietos menores de Juan Purrán, el jefe de la familia pehuenche que nos recibe, el cual estaba de pie esperando con un típico desayuno de su gente: pan de rescoldo y mate.
“No hay que decir gracias”, recomiendan dentro de la ruca, ya que de otra forma se pierde el turno en la próxima ronda de mate. A pesar de ser verano, hace frío en el Alto Biobío, y nada mejor que un buen sorbo de esta infusión caliente para recomponer el cuerpo. Siendo febrero, los 6°C de cada noche nos recuerdan lo alejados que estamos: Reserva Nacional Ralco, a unas cinco horas desde Los Angeles hacia la cordillera, por difíciles caminos de tierra y polvo, casi llegando a la frontera con Argentina.
Aquí nace el río Biobío, rodeado de araucarias y lengas. Los pehuenches suben a esta zona desde las riberas inferiores, con todos sus animales, en búsqueda de los mejores pastizales de la temporada. Son las llamadas veranadas, tradición que permite que los ganados engorden, que se recuperen caballos que andan salvajes, que los prados de los bajos se repongan y que la gente, además, consiga leña y forraje para los duros meses de invierno. Asimismo, se recolectan piñones que son ocupados para variados usos, siendo esto lo que ha dado significado a su nombre: pehuenche quiere decir gente del pehuén -de las araucarias-, de donde nace el piñón.
Territorio pehuenche
Los pehuenches han estado toda la vida en el sur de Chile. Es un pueblo montañés que forma parte de la cultura mapuche, ya que comparten un idioma y cosmovisión comunes. Sus principales diferencias radican en ubicación y movilidad: los pehuenches viven en las alturas del río Biobío, donde se desarrollan los bosques de araucarias, mientras que los mapuches se establecen en los valles; por otro lado, es un pueblo nómade que se desplaza según la estación del año y la comida disponible, especialmente por la recolección de piñones y antiguamente la cacería, hoy en día reemplazada por la ganadería.
En las últimas décadas, represas y latifundios privados han ido limitando el espacio para desarrollar su cultura nómade. Las veranadas, por tanto, un estilo de vida que necesita bastante espacio para su funcionamiento, sólo se han podido conservar en pequeños reductos específicos, como la Reserva Nacional Ralco, un espacio perteneciente al Estado.
Escuchar y aprender
“Es dura la vida por aquí”, nos comenta Juan Purrán, mientras sirve otra ronda de mate. Durante 18 de sus 58 años de edad fue lonco de la comunidad -el jefe de un grupo de familias-, elegido por siglos, gracias a la sabiduría de sus años. Hoy traspasa esos conocimientos a su familia más directa.
Vive con su esposa Carmen, nueve años menor que él, con quien ha compartido 35 años. De sus cinco hijos, sólo dos de las cuatro mujeres vienen constantemente a las veranadas, acompañadas de sus respectivos niños y varios sobrinos. Una de ellas es Juana, de 27 años, quien debe su nombre a su padre, ya que fue él mismo quien hizo las veces de matrona en el parto. Al vivir en zonas remotas, las matronas no suben y a las embarazadas se las va a buscar desde el centro médico más cercano -como el hospital de Los Angeles-. Sin embargo, Carmen, con dos hijos en ese entonces, prefirió quedarse con ellos la mayor cantidad de tiempo posible y así fue como nació Juana, en una ruca.
En esta zona no hay agua potable ni electricidad. La gente saca el agua para su consumo y aseo desde las vertientes más cercanas y, según sus propias palabras, bañarse por las mañanas en esas frías corrientes que vienen directamente de los glaciares les da la fuerza necesaria para empezar el día.
De sus dos rucas, una la ocupan como cocina para preparar alimentos al calor de una hoguera. La otra es usada como dormitorio, donde descansan los 14 integrantes de esta familia, abrigándose en conjunto de las frías noches.
En mayo se terminan los cinco meses de las veranadas y la gente baja a los valles inferiores. En el pueblo de Chequenco, Carmen y Juan se reunirán con sus hijas y nietos, quienes habrán estado instalados desde marzo, cuando se inicia el año escolar en el internado del pueblo. Ahí, en el último punto al cual llega el bus desde Los Angeles, poseen electricidad y agua potable y los animales se alimentan de los pastos bajos y del forraje que han recogido en el verano. Otra forma de sustento son las ayudas que da el Instituto de Desarrollo Agropecuario, Indap, aunque sienten que son muy mal repartidas, ya sea por gente que se aprovecha o por fallas en la gestión.
Todos los miembros de la familia nos conversan en español. En cambio, Juan, cuando llegó al colegio a la edad de 10 años, hablaba sólo chedungún -el dialecto pehuenche del mapudungún-. “Era como un cordero negro”, recuerda, ya que no entendía a sus compañeros y fueron constantes las burlas y peleas. A pesar de ello, sólo imitando y escuchando pudo salir adelante, lección de vida que hoy proyecta a todo lo que sea necesario. “Hay que escuchar a los huincas como a los mapuches para llegar a una convivencia… Todos somos seres humanos y sólo algunas cosas nos hacen diferentes”, nos comenta, rodeado de sus nietos, que cambian del español al chedungún sin problemas, preguntándose si podrán aprovechar el acceso que hoy en día tienen a la educación para fortalecer su cultura y las veranadas.
Subir por el ganado
Se siente el relinchar de los caballos de la familia cuando transitan por los alrededores. Junto con Esteban, su yerno de 28 años, Juan ha salido al encuentro de estos animales para ensillarlos y buscar por los cerros al ganado, especialmente al toro que no se ha visto ni escuchado por varios días. “Lo tenemos casi domado”, comenta Esteban, mientras uno de los caballos es amarrado a un poste. Salta con salvajismo, pero no puede escapar y es corregido cada vez que se pone violento. “Sólo nos falta acostumbrarlo a las riendas”.
A la sombra del volcán Callaqui, los hombres recorren caminos que se desarrollan estrechos, llenos de araucarias que raspan brazos y piernas. El sol apenas entra en la densidad del bosque y las polvaredas los rodean, pero los jinetes no aminoran el paso, ya que tanto ellos como sus caballos se conocen de memoria los senderos.
A medida que se sube por los cerros y desciende la vegetación, son más comunes los pastizales y se divisan cada vez más vacas con sus novillos, hasta que una manada se forma cerca de la cima, varios de ellos juveniles. Muchos de esos terneros, cuando tengan entre ocho y nueve meses, serán vendidos a los pirquineros de la zona. Es parte del sustento económico de los pehuenches, pero según ellos mal pagado, ya que por una vaquilla les dan 70 mil pesos, cuando son compradas por 400 mil pesos en otros lugares.
Con los piñones y los corderos enfrentan casi los mismos problemas, ya que por esos animales se les paga alrededor de 30 mil pesos – menos de la mitad del precio que tienen en los pueblos y las ciudades – y un kilo de piñón no alcanza más de 500 pesos. Son muy bajos ingresos para tan largas tardes de recolección y meses de crianza, con lo cual ocupan la mayor parte de sus recursos para su alimentación personal, más que como capital económico.
Entre todas las vacas no hallaron al toro. “Mañana saldremos de nuevo”, dicen, sin mostrar mayor preocupación por su ausencia. Su fe en la naturaleza los lleva a tener un diálogo interior con ella, con los nien, especies de energías presentes en todo lo vivo, incluso en los bosques, lo cual les da la confianza necesaria para sentir que los animales liberados van a ser reencontrados.
Un sacrificio para los invitados
Orando en chedungún dan gracias por la carne del chivo, mientras un pequeño chorro de sangre de ese animal sacrificado cae desde una cuchara a la tierra. Es común que en ocasiones especiales, como las visitas, realicen el sacrificio de un animal para regocijar al invitado con un asado.
“No es para mirarla, es para comerla”, deja en claro Carmen, quien, con su decidida mirada, invita a degustar la carne y los pescados que se sirven en la mesa. Dicen que la gente que menos tiene es la que más da, y es por ello que, independiente de la cantidad de animales que hayan vendido, independiente del precio que les hayan pagado, independiente de si recibieron o no ayuda del Estado, para los pehuenches es una grave ofensa si no les reciben sus atenciones, especialmente la comida.
A la sombra de una araucaria transcurre la tarde. Todos ríen y comparten, y cuando cae la noche se enciende una fogata para que los presentes se abriguen a su alrededor. Es aquí, junto con rondas y rondas de mate, cuando la familia le pide consejos a Juan, ya sea sobre el significado de sus sueños o simplemente para dejarse llevar por la sabiduría de sus años.
“No sé qué ira a pasar con nosotros”, confiesa Juan, mientras su familia escucha atentamente. Le gustaría tener más información respecto de sus derechos estatales, ya que siente que cuando pregunta no le explican con claridad. Cuenta que ni siquiera sabe si el agua que beben es de ellos, ya que ha escuchado que el derecho de uso fue comprado hace muchos años. “Después de que habíamos tenido tanta tierra, mire ahora cómo estamos, uno sobre otro en algunos sectores”, sigue comentando este lonco, recordando que otras familias pehuenches fueron relocalizadas en sectores lejanos cuando se construyó la represa de Ralco, sin posibilidades de desarrollar su cultura nómada. Quizás, continúa, algún día ya no les permitan usar los terrenos de la Reserva Nacional y así se muera la esencia de su forma de vida.
Fuente: La Tercera