Carl J. Bauer, profesor asociado de la Escuela de Geografía y Desarrollo de la Universidad de Arizona (Estados Unidos), es uno de los académicos que más tiempo ha dedicado al estudio del agua y la gestión hídrica en Chile. Una larga serie de papers, artículos y capítulos de libros, en su mayoría referidos al caso chileno, da cuenta de su vasta trayectoria y le ha conferido reconocida autoridad en el medio local.
Bauer no es hidrogeólogo. Su acercamiento al tema ha sido más bien interdisciplinario y eminentemente desde las Ciencias Sociales. Tras una visita como turista en 1989, regresó a Chile en 1991 para hacer la tesis del doctorado que cursaba en la Universidad de Berkeley en Derecho y Ciencias Sociales. Quiso entender el complejo mundo de las aguas en Chile y diseccionar la biblia que lo rige: el Código de Aguas de 1981.
-En ese momento, nadie sabía mucho del Código de Aguas. Mi interés básico era entender empíricamente cómo funcionaba el mercado de las aguas en Chile. Lo que no esperé fue que me gustara tanto el país. Me quedé dos años y medio, hasta 1993, y a partir de entonces he regresado a Chile todos los años por algunas semanas e incluso meses. En el 2001 volví para vivir otros tres años y escribir mi segundo libro -dice Bauer desde Estados Unidos, en un perfecto español.
Fruto de su primera estadía, Bauer publicó en 1998 el libro “Against the Current: Privatization, Water Markets and the State in Chile” (“Contra la corriente: Privatización, Mercados de Agua y el Estado en Chile”), traducido al español en el 2002. Su segunda estancia en nuestro país culminó con la publicación de “Canto de Sirenas: El Derecho de Aguas Chileno como Modelo para Reformas Internacionales”, el que fue publicado en español e inglés el año 2004.
Carl Bauer reconoce que Chile goza de un estatus excepcional, a nivel mundial, respecto del manejo de sus recursos hídricos. Todo ello porque, desde 1981, se ha privilegiado un enfoque eminentemente economicista en la gestión del agua, en desmedro de una visión “más integral”, que es la que corrientemente predomina en otros países. Critica la falta de gobernanza de nuestro país en el tema y la porfía en mantener el statu quo y, con ello, las inequidades propias que se desprenden de un sistema de gestión que no duda en catalogar como el más laissez-faire (liberal) del mundo.
-Se escucha a veces en nuestro país que somos el único del mundo que tiene sus aguas completamente privatizadas. ¿Existen mercados de agua en otras partes?
Sí. En California y otros estados del oeste estadounidense, por ejemplo, tenemos exactamente la misma definición jurídica que en Chile, esto es: que las aguas son públicas, pero que existen derechos de uso de esas aguas que son privados y se pueden vender, comprar y transar en muchas partes, tal como se hace en Chile. Pero la gran diferencia es que nuestra propia Dirección General de Aguas (DGA) es mucho más fuerte, tiene más potestad y puede intervenir.
-¿Cómo interviene? ¿Opera allí el principio “úsela o piérdala” respecto del agua? ¿Se puede quitar el agua a quien no la utiliza? En Chile eso no está permitido.
En principio sí. Lo que eso denota es que el derecho de propiedad también debe cumplir con una función social. Para gozar de un derecho privado hay que cumplir con ciertas condiciones sociales. Acá el interés social es que los recursos se utilicen. Hay un principio fundamental que señala que los derechos privados tienen obligaciones públicas.
-En el caso chileno, eso parece haberse perdido de vista.
El modelo chileno tiene un énfasis muy fuerte en un mercado libre y no regulado por el Estado. Hay muchos países que reconocen derechos de propiedad sobre el agua, pero en ningún caso el Estado tiene tan poca potestad para intervenir como sucede en el caso chileno.
-¿Cuáles son las características que hacen de Chile un caso excepcional en el manejo de sus aguas?
Primero, que la privatización de los derechos de uso fue realizada sin condiciones. Segundo, se tiene una fe, una confianza casi ciega en las fuerzas del mercado libre, en un mercado sin regulación como mecanismo para asignar y gestionar el recurso. Tercero, y se desprende de los dos anteriores, la casi nula capacidad regulatoria del Estado. Existe un cuarto elemento, que no es explícito en el Código de Aguas, pero que para mí resulta el punto más débil de todo el modelo. Dice relación con que para dirimir un conflicto sobre aguas se requiere de la intervención del Poder Judicial, porque el Código de Aguas no le entrega a la DGA la potestad para resolverlos. Eso es bastante inusual en todo el mundo. A mi juicio, la justicia no es capaz de cumplir con ese papel, porque se le está pidiendo asumir un rol que ha estado históricamente fuera de la tradición jurídica chilena. Creo que hay ejemplos de sobra que muestran que los jueces normalmente no tienen el conocimiento técnico ni la formación profesional para tratar temas del ámbito de las políticas públicas.
-Usted señala que la legislación de aguas en Chile es la más laissez faire en el mundo y eso genera una serie de consecuencias negativas. ¿Cuál ha sido el costo para el país del Código de Aguas vigente?
En el fondo, que el modelo no se hace cargo ni de la equidad social ni de la sustentabilidad ambiental. Ese es el problema. El modelo se hace cargo de la eficiencia y la rentabilidad económica –los que de todas maneras son puntos importantes– pero a costa de no poder abordar los demás problemas. En toda esta discusión hay que entender que el Código de Aguas es un fiel reflejo del modelo económico en su conjunto, para bien y para mal. Es una especie de subproducto del modelo neoliberal en Chile.
-Imagino que conoce el caso emblemático de Petorca o de Tierra Amarilla, en Copiapó. Ahí hay personas que no tienen agua potable para uso doméstico o sanitario, y que conviven con industrias que funcionan a partir de la explotación intensiva del recurso. Esos casos, que no son únicos en Chile, sugieren que este sistema no se preocupa de distribuir el agua atendiendo a un orden de prioridades.
Es válido preguntarse cómo están distribuidos los beneficios de este modelo. Creo que el hecho de que los conflictos por agua sigan y crezcan en Chile, es un costo del mismo. Si hay tantos conflictos, tantas externalidades sociales y ambientales, y si el marco institucional en su conjunto no es capaz de hacer más que insistir en el statu quo, eso es negativo para el interés nacional, aunque haya beneficios económicos.
Lo que salta a la vista en el caso chileno es que el marco actual es capaz de defender algunos intereses, pero es incapaz de articular bien una serie de intereses públicos. En Chile se ha impuesto una visión economicista en la gestión de los recursos hídricos y la pregunta que planteo en mis estudios es si esa visión es compatible con una gestión integrada de los recursos hídricos.
-¿Y es compatible el enfoque economicista chileno con la gestión integrada de recursos hídricos?
Mi análisis del caso chileno es que justamente la parte integrada es la que no funciona. La capacidad del marco institucional para hacerse cargo de conflictos serios es muy débil. La gestión se ha hecho sin atención a la institucionalidad. El agua es un bien económico, pero también es un bien social y un bien medioambiental. Mi argumento es que hay que buscar un equilibrio entre estas variables y es este balance el que no existe en la legislación ni institucionalidad chilena respecto del agua.
-¿Existe alguna etapa en la historia de Chile en el que el manejo de los recursos hídricos se haya acercado más a un enfoque integral o haya funcionado de mejor manera que el actual? Antes el Estado tenía un rol mucho más activo y más potestad para intervenir en la gestión de las aguas.
El Código de 1951, bajo mi perspectiva, era el más apropiado, justamente porque tiene un equilibrio entre regulación pública y derecho privado. En los ’50 y ’60 el riego era lo que dominaba la discusión política. Los conflictos actuales, de tener que combinar y coordinar usos múltiples, son problemas que vienen con el desarrollo económico y con la regulación ambiental. Los problemas que está abordando Chile actualmente son mucho peores que antes y eso es producto del desarrollo económico de las últimas décadas.
-¿Hay efectos positivos que puedan ser asociados al Código de Aguas de 1981?
Creo que el efecto más positivo, no para todos pero para muchos, es la seguridad legal que existe sobre los derechos de agua. Por tanto, existe un gran incentivo para invertir en actividades que utilizan ese insumo. El otro efecto positivo es la creación de un mercado, aunque creo, según mis estudios, que éste ha tenido una actividad menos dinámica de lo que muchos esperaron en un principio.
-¿Qué le parece la última modificación realizada al Código de Aguas en el 2005, con la introducción de cobro por no uso de agua?
Tiene aspectos valiosos, pero en el fondo el cambio es bastante mínimo. No tocó la filosofía fundamental de la ley. Es una reforma muy restringida y por razones políticas. Era la reforma políticamente posible y eso explica que tenga esa figura tan rara de pagar una patente por no usar el recurso.
-El espíritu inicial de esa reforma, que ingresó a trámite en 1992, era que se legislara sobre las aguas para caducar los derechos si es que la gente no los utilizaba.
Claro como sucede en el resto de mundo. Es el enfoque común de “úsela o piérdala”. Básicamente, a partir del año 1992, hubo una serie de intentos por reformar el Código de Aguas, pero cada intento fracasó por oposición política. Producto de ello, al final, las propuestas del gobierno eran cada vez más limitadas.
La modificación de 2005 representa una mejora, pero es muy limitada. Lo que lamento es que después de muchos años de discusión, de tanto capital político comprometido, se haya obtenido un resultado tan pequeño. Si ese fue el resultado de la famosa reforma, entonces qué otra reforma podemos esperar en los 12 años que vienen.
-A ratos se escuchan voces que piden nacionalizar el agua. ¿Qué piensa de esa posibilidad?
Mi posición es más bien moderada al respecto. El código actual es demasiado liberal, aún después de la reforma. El código anterior (1967), era demasiado estatista. Cuando hoy los críticos dicen que hay que nacionalizar el agua, encuentro bonita la retórica, pero no entiendo qué significa eso. No sé en la práctica cómo eso se va a traducir en un sistema de administrar las aguas, porque eso sigue siendo necesario.
-¿Cuáles son las recetas o modificaciones que introduciría a la gestión de los recursos hídricos en Chile?
Principalmente, fortalecer al Estado en esta área. La Dirección de Aguas tiene que tener más potestad, si no es esa institución otra, pero alguna tiene que tener autoridad y poder para regular. Junto a ello, una reforma fuerte en la parte judicial: habría que fortalecer al Poder Judicial para controlar ese nuevo rol fiscalizador del Estado. Quizá crear una especie de cortes o tribunales especializados en aguas, tener jueces capacitados para entender el tema del cual están hablando. La alternativa de no fortalecer al Estado no existe para mí. Más de lo mismo significa que los conflictos van a explotar en varios lados. Sin embargo, creo que en esta materia hay que evitar el mercado libre total por un lado; y por el otro, el control absoluto del Estado. Yo no estoy en contra de la existencia de un mercado de aguas, pero en un contexto mucho más regulado que el actual. El Estado debiese ser capaz de corregir los problemas de inequidad del agua. El hecho de que haya gente en Chile que no tiene agua, es en parte resultado de una ley que no ha querido resolver el problema. La ley no fue diseñada para hacerse cargo de ese problema.
-¿Qué sucedería en Chile en 20 ó 30 años si se mantiene la normativa vigente respecto del agua?
Los conflictos, que ya son muy graves a estas alturas, se van a agudizar cada vez más. Ya no son sólo conflictos por agua, sino que tienen ribetes medioambientales y otros que comprometen el desarrollo del país. Hay temas que van mucho más allá del agua. La capacidad de gobernanza de Chile en este ámbito ya está en crisis y creo que va a empeorar en la medida en que no haya cambios.